Nostalgia por la pampilla

Por la Pampilla de campo (de la cuarta región, por supuesto)

La Pampilla era una aventura en mis años de niño:
Los preparativos partían el día anterior con la matanza del cabrito, del cordero o la compra de los pollos para los más pobres, que casi siempre era mi caso. Obviamente los esfuerzos más denodados eran por conseguir un chivo pal '18 y se mataba este animal entre 17 y 18. Mientras se secaba el cuero al sol para venderlo en la semana siguiente, las señoras iban preparando las prietas con hierbabuena; era mucha pega, todos ayudábamos en algo porque había que dejar bien lavadas las tripas antes de rellenarlas con ese sabor irrepetible por esos tímidos remedos que encontramos en los supermercados.

El 18 se comían la cabeza y asaduras, generalmente con arroz. La cabeza era trepanada en vivo sobre la mesa para disfrutar de los sesos. Práctica que hoy considerarían un suicidio por lo del colesterol y otros achaques de futre.

Y nos acostábamos temprano, luego de dejar preparados cajas, canastos, tambores con agua, los volantines, la parrilla, el carbón de espino, las chuicas (las de 15 y las chicas), bebidas pa nosotros, mucha fruta y muchos manteles.

La cosa era el 19, esa era la fecha religiosa de la Pampilla.

La Municipalidad autorizaba pampilla oficial en algún balneario fluvial (léase a la orilla del río o del embalse) Y para allá partíamos como a las 8 de la mañana (para agarrar lado) a esa hora y con medio lavarnos la cara y ese coctél de adrenalina con emoción a concho que nos tenía inyectados de hiperactividad. Todos arriba del camión, los Pegaso y los Fiat eran famosos, algunas señoras como la dueña de casa y a veces mi abuela, sentada en la cabina con honores de primera dama en el exilio. Los demás atrás éramos una chusma de matrimonios, parientes, pololos, cabros chicos y hasta los perros, todos muy bien acomodados entre los bultos.



Saquen la cuenta de que era una salida al campo, por caminos poco y nada pavimentados. Así es que el que pretendiera irse sentado con el zarandeo de la carrocería, estaba sencillamente loco. Todos nos animábamos a agarrarnos de la baranda y disfrutar del paisaje, las bajadas, los cruces de ríos, canales y acequias. El paroxismo llegaba al cruzar el río por el lado de las piedras. Y con ese "meneito que te pone juguetón" llegábamos al lugar elegido. Siempre cerca del agua, ya fuera en ríos o embalses, con árboles ojalá.



Allí comenzaba la descarga y el trabajo pesado de armar todo para desayunar. Junto a las brasas desfilaban los jarros con té y los mates, el pan amasado con arrollado o los riñones en sanguche, prietas y demases. Para el almuerzo sólo asado y ensaladas, algunos arroces y el vino, protegido durante el viaje como reliquia de la virgen.



Entre radios, baterías y cuecas, todo era festejo: La primera presa, los bailes y los brindis. Para que a las 3 de la tarde no se viera ni un alma adulta entre las carpas y frazadas de campaña. Éramos sólo niños corriendo con volantines y plata (de los vueltos) para comprar helados. De esas horas de libertinaje nacían las sacadas de cresta a correazos por llegar embetunado en barro podrido desde el cogote hasta las zapatillas, los machucones y narices sangrantes de las trifulcas por el volantín cortado, pero; sin duda lo más recordable eran esos primeros atraques con la prima o la amiga que te gustaba desde el año anterior. Sobre este último puedo recomendar el pasto que crece junto a los canales, porque es muy tupido, situación que lo hace muy cómodo para recostarse e ideal para esconderse.



Siempre había más de comer para las once, con empanadas y prietas, arrollados y paté de chancho hecho en casa, hasta cazuelas de pollo servían para reponer la "caña" y que con mucho ají el chofer agarrara valor para manejar de vuelta...

Esas son pampillas y no esos peladeros en un cerro, donde cada vez vienen más "famosillos" y cada año se cobra más caro por ir a tratar de ver un show y comerse lo que uno mismo trajo.

el goma ilustrado

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