"...flor del amor, Narciso..."

Muchas veces cuando lees algo de astrología no pasa de ser una lectura liviana. De una esas ocasiones recuerdo haber encontrado una definición mía que hablaba de amores difíciles, imposibles y no correspondidos. En resumen, era un desatinado para elegir pareja.

Si bien recuerdo los amores tortuosos de adolescente, platonismo a ultranza y otras hierbas, que me volcaban a escribir con la sangre de lujurias y penas del costado izquierdo del pecho.

Hoy, en la apoteosis de la soledad, luego de haber viajado casi dos mil kilómetros para llegar a mi casa, descubriendo, como si no supiera, que allí estaría solo.

No cuento a mi hija pequeña que depende de mí, sino a que yo no tendré de quien depender en mi mundo de amores de pasión, de infinita pasión en cada aliento.

Con un gran vació junto a mí, me vengo a una casa pequeña que se vuelve enorme. Sin preverlo no sólo extrañaba al resto la familia y amigos. Extrañaba mi felicidad de hombre y no sólo de padre.

Al principio todo era fundamental: abrigo, cama, comida; sobrevivir.

De lo que obviamente se vería sobrepasado por mi soledad interna, aguantada por años en el conjuro de cuidar el nido y a las hijas. El botón de automático no funciona en una casa vacía de mujer. Una manta ensangrentada de las heridas abiertas, me cubre, me asfixia, me pisotea sin piedad.

Llega el trabajo y me quita las horas a cambio del sustento. Mi pobreza de cariño se sale por los ojos, llamando en silencio, buscando, bramando por amor. Sólo hay cuerpos bonitos en un ambiente frío de trabajo y más trabajo. Nada atraviesa la distancia para ver que hay tras mis ojos.

Y llega la coquetería, mal entendida, mal asumida, mal habida.

Y me captura el alma huérfana de todo. Junto a unos ojos mínimos, un par de labios carnosos de andar felino, me secuestran el olfato de perro en celo. Me negué, caí y levanté, por estar mirando lo que no era mío, ni lo quería ser. Una segunda conciencia onírica, muy común en mí, me tortura con besos no robados, con roces de una piel que nunca tuve, con ilusiones de borracho que no se puede levantar de la mesa de su propia compasión.

Controversialmente, el objeto de mi deseo tenía más sesos que yo y una honestidad a toda prueba, salvaje, sórdida y sin piedad alguna. A esa boca que una vez fue razón de desvaríos en mi mente, le debo el golpe que me devuelve la vista. Entre negaciones comienzo a ver el fondo del pozo donde había caído o me había dejado caer.

Sólo puedo agradecer, la piedad con que recogiste mi mirada de perro de la calle, para levantarme del charco de estiércol, baba y lágrimas de una larga borrachera. Para dejarme concretamente solo, sin el abrigo de mi autocompasión.

Sé que no lo sabrás, porque tu mundo es otro, ajeno y que no lee a intelectuales venidos a menos; a estos nuevos ricos de palabras, rotos con prosa. ¡Qué pérdida de tiempo!

Pero llevaré tu nombre escondido en los pliegues de mi memoria, para no decirlo nunca, para bendecirlo en silencio con mis labios de herejía...



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